Parte 1
Era el invierno de 1920. En Londres, en la esquina de Picadilly y un callejón, se detuvieron dos hombres. Estaban bien vestidos, de mediana edad. Acabaron de salir de un restaurante caro. Allí cenaron, bebieron vino y se divirtieron con las artistas.
Su atención se fijó en un hombre joven. Yacía en la esquina, inmóvil. Estaba mal vestido, tenía unos veinticinco años. La multitud comenzó a reunirse cerca de él.
—¡Stilton! —dijo uno de los hombres al otro—. Sinceramente, no merece nuestra atención. O está borracho o está muerto.
—Estoy vivo… y tengo hambre —susurró el pobre joven. Se levantó y miró a Stilton—: Fue un desmayo.
—¡Reimer! —dijo Stilton—. Podemos hacer una pequeña broma. Tengo una idea interesante. Estoy aburrido de las bromas de siempre. Solo hay una manera de hacer buenas bromas. Hay que convertir a la gente en juguetes.
Lo dijo en voz baja. El joven no lo oyó.
Reimer no estaba interesado. Se despidió de Stilton y se retiró a su club para pasar la noche. Stilton llevó al joven a un bar.
El joven se llamaba John Eve. Había llegado a Londres desde Irlanda para buscar trabajo. Era huérfano, criado en una familia de guardabosques. Había recibido solo educación primaria. Cuando tenía 15 años, el guardabosques murió. Eve trabajó para un granjero durante un tiempo.
Luego trabajó como minero, marinero y sirviente en un bar. A los 22 años, Eve tuvo pulmonía. Cuando salió del hospital se fue a Londres. Pero el desempleo en Londres era alto. No era fácil encontrar trabajo.
Dormía en los parques, tenía hambre. Así lo encontró Stilton, el dueño de unas bodegas comerciales.
Stilton tenía 40 años. Había experimentado todo lo que puede experimentar un hombre soltero y rico. Tenía una fortuna de 20 millones de libras. Stilton estaba muy orgulloso de su planeada broma. Estaba seguro de que tenía imaginación.
Eve bebió vino, comió bien y le contó a Stilton su historia. Stilton le dijo:
—Quiero hacerle una oferta. Le daré diez libras. Mañana alquilará una habitación en una calle principal, en el segundo piso, con una ventana. Todas las tardes, desde las cinco hasta las doce de la noche, debe mantener encendida una lámpara. Debe ser cubierta por una pantalla verde. Usted no puede salir a la calle desde las cinco hasta las doce. No puede tener visitas, tampoco hablar con nadie. El trabajo es fácil. ¿Acepta hacerlo? Le enviaré diez libras al mes. No le diré mi nombre.
—¿Habla en serio? —respondió Eve, sorprendido—. Estoy dispuesto a olvidar mi propio nombre. ¿Cuánto tiempo durará el trabajo?
—No lo sé. Quizá un año, quizá toda la vida.
—Todavía mejor. Pero, ¿para qué necesita esa lámpara verde?
—¡Secreto! —respondió Stilton—. ¡Es un gran secreto! La lámpara servirá de señal para unas personas.
—Entiendo. Es decir, no entiendo nada. Muy bien, deme el dinero. Mañana John Eve iluminará la ventana con la lámpara.
El pobre y el millonario cerraron el trato y se separaron. Estaban satisfechos.
Al despedirse, Stilton dijo:
—Dentro de un tiempo le visitarán unas personas. Le convertirán en un hombre rico. No puedo explicar por qué, cuándo y cómo. Pero sucederá.
—¡Maldita sea! —susurró Eve—. O este hombre está loco o yo soy un tipo afortunado.
A la noche siguiente, había una suave luz verde en una ventana del segundo piso de la casa del número 52 de la calle River.
Dos transeúntes se quedaron mirando la ventana verde durante algún tiempo. Luego Stilton dijo:
—Querido Reimer, ¿se aburre de vez en cuando usted? Venga aquí y sonría. Hay un idiota detrás de esa ventana. Compré barato a este idiota. Servirá a largo plazo. Al final, se volverá loco o alcohólico. Pero seguirá esperando sin saber qué. ¡Ahí está!
Una figura oscura apoyaba su frente en el cristal. Miraba fijamente en la oscuridad de la calle, se preguntaba: “¿Quién está ahí? ¿A qué estoy esperando? ¿Quién viene?”
—También es un tonto, querido mío —dijo Reimer—.¿Qué tiene de gracioso esa broma?
—Juguete… Un juguete de un hombre vivo —dijo Stilton—. ¡El plato más delicioso!
Parte 2
En 1928, en un hospital para pobres de Londres se oían gritos de dolor. Gritó un hombre viejo, sucio, mal vestido y malnutrido. Se rompió el pie bajando una escalera a oscuras.
Lo llevaron al departamento de cirugía. El caso era grave. La fractura había provocado una ruptura de los vasos sanguíneos.
El cirujano examinó al pobre anciano. Dijo que era necesaria una amputación. Se realizó inmediatamente. Pronto el anciano se quedó dormido. Cuando se despertó, vio a su cirujano.
—¿Me reconoce, señor Stilton? —preguntó el médico, un hombre serio, alto y de mirada triste—. Soy John Eve, el guardián de la lámpara verde. Le reconocí de un vistazo.
—¡Maldita sea! —susurró Stilton—. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo es posible?
—Sí, es posible. Dígame, ¿qué le ha pasado a usted?
—He perdido toda mi fortuna. Llevo tres años sin dinero. ¿Y usted?
—Llevaba años encendiendo la lámpara —sonrió Eve—. Estaba aburrido así que empecé a leer libros. Una noche abrí una vieja anatomía y me quedé sorprendido. Me fascinaron los misterios del cuerpo humano. Por la mañana fui a la biblioteca a preguntar: “¿Qué hay que estudiar para ser médico?” La respuesta fue burlona: “Estudiar matemáticas, geometría, botánica, zoología, morfología, biología, farmacología, latín, etc.”. Sin embargo, lo apunté todo.
Una tarde, de camino a casa vi a un hombre que miraba mi ventana verde con desprecio. “¡Eve es un clásico tonto!”, susurró el hombre, “Espera un milagro. Y estoy casi arruinado”. Fue usted. Y añadió: “Una broma tonta. No debería haber tirado el dinero”.
Estuve a punto de golpearle en la calle. Pero recordé que gracias a su generosidad burlona podía estudiar… Había comprado suficientes libros para estudiar.
—¿Y entonces? —preguntó Stilton en voz baja.
—Si hay voluntad, uno puede lograr muchas cosas. Un estudiante conocido me ayudó a aprobar los exámenes de admisión a la facultad de medicina. Resulté ser un hombre listo…
—Hace mucho tiempo que no me acerco a su ventana —dijo Stilton—. Pero ahora me parece que la lámpara verde sigue brillando allí… Una lámpara que ilumina la oscuridad de la noche. Perdóname.
Eve sacó su reloj:
—Son las diez. Tiene que dormir —dijo—. Puede dejar el hospital en tres semanas. Le voy a conseguir un trabajo. Puede anotar los nombres de los pacientes. Mucho cuidado en las escaleras oscuras. Tiene que encender al menos una cerilla.