Parte 1
Había dos humildes cabañas al pie de una colina. Los dos campesinos trabajaban la tierra para poder alimentar a sus hijos. Cada familia tuvo cuatro hijos. Los niños pasaban todos los días en la calle. En cada familia los dos mayores tenían seis años y los dos pequeños quince meses.
Los dos padres confundían a los niños siempre, incluso se equivocaban con los nombres.
La familia Tubache tenía tres niñas y un niño. La familia Vallén tenía una niña y tres niños.
Todos comían poco: sopas, patatas y aire puro. A las siete de la mañana, al mediodía y a las seis de la tarde, cada madre llamaba a los suyos para comer. Los niños se sentaban en una vieja mesa. Les ponían los platos con pan remojado en el agua en que se habían cocido patatas, repollo y cebollas. La madre daba de comer en la boca al menor. Un poco de carne cocida los domingos era un regalo para todos. Ese día el padre decía:
—Así comería yo siempre.
Una tarde se detuvo ante las cabañas un coche de caballos. Lo guiaba una mujer joven. Dijo al caballero que iba con ella:
—¡Oh! ¡Mira, Henry; mira qué grupo de niños! ¡Qué lindos!
El hombre no contestó. Estaba acostumbrado a semejantes admiraciones. Para él eran un dolor.
La mujer seguía:
—Quiero besarlos. ¡Ah! ¡Me gustaría tener uno como aquel pequeño!
La mujer se bajó del coche, se acercó a los niños y cogió a uno de los pequeños, el de los Tubaches. Lo levantó, lo acarició, le besó la cara sucia. El pelo rubio del niño estaba lleno de tierra. Agitaba las manos para librarse.
Luego la mujer subió al coche y se fue. Volvió a la semana siguiente. Se sentó junto a los niños en el suelo, acarició al mismo pequeño, le dio dulces. Repartió algunos a los demás. Jugó con todos. Su marido la esperaba en el coche.
Repitió la visita, conoció a los padres y acabó yendo todas las tardes. Siempre repartía muchos dulces y algunas monedas.
Era la mujer de Henry de Hubiéres.
Una mañana su marido salió del coche tras ella. Entraron en la cabaña de los Tubaches.
Los padres estaban cortando leña. Quedaron muy sorprendidos, les ofrecieron sillas y aguardaron silenciosos. La mujer joven, con voz temblorosa, dijo:
—Señores, vine a su casa porque quiero… quiero llevarme a su niño.
Los campesinos, asombrados, no dijeron nada.
La joven, ya más tranquila, dijo:
—No tenemos hijos. Estamos solos. Lo vamos a cuidar. ¿Quieren?
La campesina se dio cuenta de qué se trataba la oferta y dijo:
—¿Quiere llevarse a nuestro Carlos? No, es imposible.
El señor de Hubiéres dijo:
—Mi mujer no se ha expresado claramente. Queremos adoptar al niño, pero el niño podría venir a ver a sus padres. Heredará nuestra fortuna. Pero debe estar a la altura de nuestras expectativas. Si no logra estarlo, recibirá solo veinticinco mil francos. También vamos a pagarles cien francos al mes. ¿Me comprenden?
La campesina se levantó, furiosa:
—¿Venderles a mi hijo? Esas cosas no se le piden a una madre. No, eso es una infamia.
El campesino no decía nada. Solo aprobaba con un movimiento de cabeza lo que decía su mujer.
La señora de Hubiéres se puso a llorar. Con una voz de niña mimada, balbució a su marido:
—¡No quieren, Henry, no quieren!
Entonces el marido insistió:
—Amigos míos, tienen que pensar en el futuro de su hijo, en su felicidad…
La campesina lo interrumpió:
—Sí, ya lo hemos oído todo. Ya lo hemos pensado todo. No quiero verlos en mi casa nunca más. No es honrado quitar un hijo a su madre.
Al salir, la señora de Hubiéres recordó que había dos niños pequeños. Preguntó entre lágrimas:
—El otro pequeño, ¿no será también de ustedes?
El campesino respondió:
—Es de los vecinos. Pueden hacerles su oferta —Y se retiró a su casa.
Los Vallén estaban en la mesa, comían pan con mantequilla. El señor de Hubieres les hizo su oferta, pero de forma más suave. Al principio los dos campesinos rechazaron la oferta. Sin embargo, al escuchar de la pensión de cien francos, se pusieron a pensar. Estaban dudando.
—¿Qué opinas, padre? —preguntó la mujer.
El hombre dijo de una manera muy seria:
—Tenemos que pensarlo bien.
La señora de Hubiéres temblaba de angustia. Les habló del futuro del niño y del dinero. El campesino preguntó:
—Y esta pensión de cien francos mensuales, ¿Podemos firmar un papel en la notaría?
El señor de Hubiéres contestó:
—Seguramente.
La campesina pensó un poco y dijo:
—Cien francos al mes es muy poco. Me van a quitar el niño. Y él dentro de algunos años podría trabajar y ayudarnos, traer dinero a casa… Han de ser ciento veinte francos.
La señora de Hubiéres, impaciente, lo concedió enseguida. Dio cien francos de regalo. Su marido escribió un documento provisional. El alcalde y un vecino hicieron de testigos.
Y la señora, satisfecha, se llevó al niño. Así cómo llevan de un almacén el juguete deseado.
Los Tubaches, desde la puerta, los vieron alejarse. Quedaron severos, mudos, arrepentidos acaso de su negativa.
Parte 2
El pequeño Juan Vallén ha desaparecido. Sus padres iban cada mes a cobrar sus ciento veinte francos a casa de un notario. La relación con los vecinos se estropeó. La señora Tubache repetía sin cesar que habían vendido a su propio hijo. Aquello era un horror, a su juicio.
Y luego abrazaba a su Carlitos y gritaba, orgullosa de sí misma:
—¡Yo no te vendí! No soy capaz de venderte, ángel mío. Yo no vendo a mis hijos. No soy rica, pero no vendo a mis hijos.
Durante algunos años repitió lo mismo todos los días. La señora Tubache se convenció de ser superior a todas las madres de su aldea. No vendió a su Carlos como la Vallén vendió a su Juan.
Y los que hablaban del asunto decían:
—La oferta era tentadora. Sin embargo, se portó como una buena madre y la rechazó.
La citaban como un modelo a seguir. Carlitos se creía muy superior a los otros muchachos porque su madre no quiso venderlo.
Los Vallén vivían tranquilamente, gracias a la pensión. Su hijo mayor fue soldado. El segundo murió. La familia Tubache luchaba contra la miseria y se llenaba más y más de odio. Carlos era el único hijo. Tenía que ayudar a su padre a mantener a su madre y a sus hermanas.
Carlos tenía veintiún años, cuando una mañana llegó un lujoso coche. El coche se paró frente a las cabañas. Un caballero joven, con su cadena de oro, se bajó y ayudó a bajar a una dama de cabello blanco.
La dama le dijo al joven:
—Es ahí, en la segunda casa, hijo mío.
Y el joven entró en la cabaña de los Vallén.
La campesina lavaba su ropa. Su marido dormía junto al hogar. Ambos levantaron las cabezas. El joven les dijo:
—Buenos días, papá; buenos días, mamá.
Se quedaron parados, asustados. La mujer dejó de caer el jabón y balbució:
—¿Es nuestro hijo? ¿Eres tú?
El joven la abrazó, la besó y le dijo:
—Buenos días, mamá.
El padre, todo tembloroso, repetía:
—¿Has vuelto, Juan? ¿Has vuelto, Juan?
Luego los padres llevaron al joven a casa del alcalde, a casa del cura y a casa del maestro. Estaban muy orgullosos de su hijo.
Carlos, desde la puerta de su cabaña, los vio pasar.
Por la noche les dijo a sus padres:
—Ustedes fueron muy tontos.
La madre respondió con firmeza:
—No quisimos vender a un hijo nuestro.
El padre callaba. Carlos insistió:
—Preferiría ser sacrificado como Juan. No le fue tan mal.
Entonces el padre dijo de una manera enfadada:
—¿Nos reprochas? ¿Preferirías ser vendido?
Y el joven respondió de una manera grosera:
—Sí, lo reprocho. Fueron muy tontos. Padres como ustedes son malos. Merecen ser abandonados.
La madre lloraba, tragando cucharadas de sopa, vertiendo la mitad:
—¡Y una se mata por criar a sus hijos!
El joven exclamó:
—Sería mejor no haber nacido. Hoy vi a Juan y pensé: “¡Así podría ser yo!”
Se levantó, diciendo:
—Lo mejor que puedo hacer es largarme de aquí. No quiero reprochar a todas horas la conducta de mis padres. ¡Nunca, nunca los perdonaré!
Los dos viejos callaban, llorando.
Carlos les dijo:
—Prefiero irme a otra parte, buscar mi vida lejos de aquí.
Abrió la puerta y oyó las voces alegres en el exterior. Los Vallén festejaban a su hijo afortunado. Carlos apretó los puños, dio una fuerte patada en el suelo, miró a sus padres con ojos llenos de ira y les dijo:
—¡Miserables campesinos!
Y desapareció en la oscuridad de la noche.