Las joyas (B1)

El señor Lantín la conoció en una reunión y se enamoró de ella.

Su padre murió hace unos años. Ella fue a París con su madre. Buscaba casarse. Así que conoció a unas familias burguesas. Eran pobres, pero honrados. La joven parecía una joven decente. Su belleza era modesta. Siempre tuvo una sonrisa suave. Parecía un reflejo de su alma.

Todo el mundo la quería. Sus conocidos repetían: “Será una esposa perfecta”.

El señor Lantín era empleado del Ministerio de Interior. Ganaba tres mil quinientos francos al año. Pidió su mano y se casó con ella.

Fue muy feliz con ella. Su mujer administraba la casa muy bien. Le brindaba a su marido toda la atención. Él la quería aún más cada día.

Lo único que no le gustaba era su obsesión por el teatro y las joyas falsas.

Se hizo amiga de unas mujeres de empleados del ministerio. Le conseguían tiquetes para el teatro. Hasta para estrenos. El marido la acompañaba sin querer. El trabajo le agotaba. “Tienes que ir al teatro con tus amigas”, le decía. Por mucho tiempo ella no estuvo de acuerdo. Le parecía poco decente ese comportamiento. Por fin, cedió. Él estaba feliz.

Le encantaba vestirse bien para ir al teatro. No tenía ropa costosa, pero tenía buen gusto. Se veía bien en cualquier vestido. Usaba unos pendientes grandes, con diamantes falsos. Le gustaban también los collares de perlas falsas, pulseras de oro barato, toda clase de joyas falsas.

El marido se disgustaba con esta obsesión de su mujer. A menudo le decía:

—Cariño, no podemos comprar joyas verdaderas. Tu belleza y gracia son las mejores joyas.

Ella sonreía y repetía:

—¿Qué quieres? Me gusta. Es mi vicio. Sé perfectamente que tienes razón. Pero no puedo cambiar. Adoro las joyas.”

Le encantaba el brillo de sus joyas falsas. Repetía:

—Qué bien hechas están. Parecen de verdad.

Él decía, sonriendo:

—Tienes gustos de gitana.

A veces sacaba la caja con sus “juguetes”. Examinaba las joyas falsas con atención y pasión. Ponía un collar en el cuello de su marido y se reía. Exclamaba: “¡Qué gracioso estás!”. Luego, lo besaba locamente.

Una noche de invierno salió de la Ópera y tuvo mucho frío. Por la mañana comenzó a toser. Una semana más tarde murió de pulmonía.

Lantín estuvo a punto de morir también. Su desesperación era terrible. Su cabello se puso blanco en un mes. Lloraba día y noche. El sufrimiento era insoportable. La voz de su mujer, su sonrisa, su encanto le perseguían.

El tiempo no calmaba su dolor. Lloraba en su oficina, mientras sus compañeros charlaban de las noticias.

Había conservado intacta la habitación de su mujer. Se encerraba allí todos los días para pensar. Todos los muebles, todos los vestidos continuaban en el mismo lugar. Como se encontraban en su último día.

Pero la vida se le hizo dura. Antes su sueldo bastaba para todo. Ahora era insuficiente para él solo. Se preguntaba cómo se las había arreglado ella. Siempre le daba vinos finos y platos delicados. Ya no era posible comprar lo mismo. No le alcanzaban los recursos.

Se endeudó. Por fin se quedó sin dinero. Faltaba una semana hasta el final del mes. Pensó en vender algo. Se le ocurrió una idea. Decidió deshacerse de los “juguetes” de su mujer. Odiaba sus joyas falsas. Su propia vista le amargaba la vida.

Hasta sus últimos días su esposa compraba joyas falsas. Traía una joya nueva casi a diario. Entre tantas cosas escogió un gran collar. Parecía su preferido. Podría valer seis u ocho francos. Era muy bien elaborado.

Se lo metió en el bolsillo y marchó hacía el ministerio. En el camino se encontraban las joyerías. Entró en una, avergonzado.

—Caballero —le dijo al joyero—, ¿cuánto valdría esto?.

El joyero recibió el collar, le dio vueltas, lo examinó con una lupa. Llamó a su asesor, le dijo algo en voz baja. Luego puso el collar sobre el mostrador y lo miró de lejos.

El señor Lantín se sintió incómodo. Quiso gritar: “Sé muy bien que no vale nada”. De pronto el joyero le dijo:

—Caballero, el collar vale de doce a quince mil francos. 

El viudo se quedó con la boca abierta. No entendía nada. Por fin dijo:

—¿Está usted seguro?…

El joyero entendió mal y contestó:

—Tal vez en otra parte le den más. Para mí, vale solo quince mil. 

El señor Lantín recogió el collar y se fue. Quiso pensarlo a solas. En la calle no podía sostener la risa: “¡Qué imbécil este joyero! ¡No sabe distinguir lo bueno de lo falso!”

Entró en otra joyería, de la calle de la Paz.

Al ver la joya el joyero dijo:

—Conozco muy bien este collar. Lo compraron aquí.

El señor Lantín, muy emocionado, preguntó:

—¿Cuánto vale?

—Lo vendí en veinticinco mil francos. Se lo compraré a dieciocho mil francos. Pero debo saber primero de dónde viene el collar. Debo obedecer la ley.

El señor Lantín tuvo que sentarse. Casi se desmaya por asombro.

—Sí… Pero… Examínelo bien. ¿Está seguro que no es falso?

—Su apellido, por favor —pidió el joyero.

—Sí, señor. Lantín, soy empleado del Ministerio de Interior. Resido en la calle de los Mártires, en el número dieciséis.

El joyero abrió sus libros, buscó y le dijo:

—Este collar lo compraron para la señora Lantín, número dieciséis, calle de los Mártires, el 28 de julio de 1878. 

Los dos hombres se miraron fijamente. El empleado del ministerio estaba en asombro. El joyero pensó que era un ladrón. Por fin el joyero dijo:

—¿Puede dejarme este collar por veinticuatro horas? Le daré un recibo.

 —Sí, por supuesto —dijo el señor Lantín y se fue con el recibo en el bolsillo. 

Cruzó la calle, caminó hasta notar que se había equivocado. Volvió hacía Tullerías, pasó el Sena, se dio cuenta de un nuevo error, volvió a los Campos Elíseos. No sabía a donde iba. Se esforzaba por comprender. Su mujer no pudo comprarse un collar tan costoso. Claro que no pudo. ¡Así que fue un regalo! ¡Un regalo! ¿De quién? ¿Por qué?

De pronto se quedó parado. Le llegó una horrible duda: “¿Ella?…”

¡Y todas las demás joyas también eran regalos! La tierra comenzó a moverse. Estiró la mano y se desplomó.

Recobró el sentido y se fue para su casa. No quiso ver a nadie.

Lloró desesperadamente hasta la noche. Luego se fue a dormir, agotado por el dolor y el cansancio. 

Lo despertó el sol. No quería ir a trabajar. Le envió una carta a su jefe. Luego recordó que tenía que volver por el collar. Enrojeció por vergüenza. Se quedó en dudas. Sin embargo, no podía dejar el collar en la joyería. Se vistió y salió.

Hacía buen tiempo. El cielo era azul. La gente caminaba sin rumbo.

Lantín pensó al verlos: “¡Qué bueno tener una fortuna! Con dinero uno no sufre. Uno hace lo que quiere, va donde quiere, se entretiene. ¡¿Por qué no soy rico?!”

De repente sintió hambre. No había comido desde ayer. Pero no llevaba dinero. Recordó el collar. ¡Son dieciocho mil francos! ¡Dieciocho mil! ¡Buen dinero!

Llegó a la calle de la Paz. No se atrevía a entrar. ¡Dieciocho mil francos! Veinte veces fue a entrar. Siempre se detenía, avergonzado.

Pero tenía hambre y no tenía dinero. Por fin, se decidió. Cruzó rápido la calle y entró en la joyería.

Al verlo, el joyero le ofreció una silla. Se acercaron otros empleados. Contenían las risas.

—Caballero, —dijo el joyero—, puedo pagarle el precio de la joya ahora mismo.

—Sí, claro —balbuceó Lantín.

El joyero sacó del cajón dieciocho billetes y se los entregó a Lantín. Lantín firmó un recibo y metió el dinero en su bolsillo. Sus manos temblaban. 

El joyero sonreía. Lantín le dijo bajando la vista:

—Tengo… más joyas… También heredadas… ¿Los compraría también?

—Sin duda —contestó el joyero.

Los empleados no podían contener sus risas. Uno tuvo que salir a la calle.

Cogió un coche para ir por las joyas. Volvió una hora después. Se olvidó del desayuno. Examinaron los objetos. Casi todas las joyas eran de la misma joyería. 

Lantín, ahora, discutía los precios, se molestaba. Exigía ver los libros de ventas. Quería saber su precio original. Hablaba cada vez más alto.

Los pendientes fueron valorados a veinte mil francos. Las pulseras, treinta y cinco mil. Las sortijas, dieciséis mil. Un aderezo de esmeraldas y zafiros, catorce mil, un diamante colgante en cadena de oro, cuarenta mil. Todo el conjunto valía ciento noventa y seis mil francos.

—La dueña había metido todos sus ahorros en estas joyas —dijo el joyero, sonriendo.

—Es una buena manera de invertir —contestó el viudo.

Lantín acordó con el joyero cerrar el trato al día siguiente y se fue. 

Cuando estuvo en la calle, miro la columna Vendóme. Tuvo ganas de trepar por ella. Se sentía muy bien.

Fue a desayunar al Voisin y bebió un vino muy costoso.

Luego cogió un coche para ir a dar un paseo por París. Miraba otros coches con desprecio. Quería gritarles: “¡También soy rico! ¡Tengo doscientos mil francos!”

Se acordó de su trabajo. Entró en el despacho del jefe y le dijo:

—Señor, vengo a renunciar. He recibido una herencia de trescientos mil francos.

Se despidió de sus viejos compañeros y les compartió sus planes de vida. Luego fue a almorzar al “Restaurante Inglés”.

Estaba sentado junto a un caballero bien vestido. Le contó de su fortuna. 

Seis meses después se casó. Su segunda mujer era mujer muy honesta. Pero tenía carácter fuerte. Lo hizo sufrir mucho.