Esta noticia nos sorprendió. Gregson saltó de su silla derramando el whisky.
—¡También Stangerson! —dijo Holmes—. El caso se complica.
—No era antes sencillo —gruñó Lestrade.
—¿Está seguro de la noticia? —preguntó Gregson.
—Vengo de la habitación donde ha ocurrido el asesinato —contestó Lestrade.
—Cuéntenos todo —dijo Holmes.
—Siempre creí a Stangerson estar involucrado en el asesinato —dijo Lestrade—. Por eso le estaba buscando. Se separó de Drebber en la estación de trenes, pero planeaba salir en tren de la mañana. Por eso me puse a revisar todos los hoteles cerca de la estación de trenes. En el Private Hotel me confirmaron la presencia del señor Stangerson en la lista de huéspedes.
“—Usted es el caballero que el señor Stangerson estaba esperando —me dijeron
—¿Cuál es su habitación? —pregunté.
—La del piso de arriba.
—Subiré ahora mismo —dije.”
Cuando estuve en la puerta de la habitación vi que por debajo salía un pequeño hilo de sangre. La puerta estaba cerrada por dentro, pero conseguí quebrarla. La ventana de la habitación estaba abierta. Debajo yacía el cuerpo de un hombre. Estaba muerto, y desde hacía algún tiempo. Era el señor Stangerson. Le han matado con un arma blanca. Y ahora viene lo más misterioso del caso. Encontré en la pared…
—La palabra “RACHE”, escrita con sangre —dijo Holmes.
—Así es —repuso Lestrade.
Guardamos silencio durante un rato. Mis nervios estaban al límite.
—Un repartidor de leche vio al asesino cuando ese descendía por la ventana —prosiguió Lestrade—. El hombre era alto, de cara rojiza, vestido en abrigo marrón. Dejó manchas de sangre en las sábanas cuando limpiaba su cuchillo.
Miré a Holmes. Él había adivinado la apariencia del asesino. Sin embargo, no vi vanidad en su rostro.
—¿Han encontrado algo útil en la habitación? —preguntó.
—Nada. Stangerson tenía el dinero en el bolsillo. Podemos excluir el robo de los posibles móviles del crimen. Tenía un telegrama que había llegado de Cleveland. El texto decía: “J. H. se encuentra en Europa.” El mensaje no traía firma.
—¿Nada más? —insistió Holmes.
—Nada importante. Había un libro y un vaso de agua sobre la mesita de noche. También una caja con dos píldoras dentro.
—¡Este es el último eslabón! —exclamó Holmes—. El caso está cerrado.
Los dos detectives le miraron, sorprendidos.
—Tengo en mis manos todos los hilos que componen esta madeja —añadió con aplomo mi compañero—. ¿Puedo ver las píldoras?
—Las traigo conmigo —contestó Lestrade—. Tengo el portamonedas y el telegrama también.
—Díganos, doctor, ¿cómo le parecen estas píldoras? —preguntó Holmes.
—Son pequeñas, casi transparentes. Concluyo que son solubles en agua —dije.
—Exactamente —dijo Holmes—. ¿Puede traerme al perro enfermo del ama de llaves? Me pidió librarlo de su sufrimiento.
Traje el perro. Estaba a punto de morir.
—Partiré en dos una de estas píldoras —anunció Holmes—. Devolveremos la primera mitad a la caja. La otra mitad voy a colocarla en esta taza de agua. La pastilla se disuelve en el agua.
—¿Qué tiene que ver con la muerte de Stangerson? —preguntó Lestrade.
—¡Paciencia, amigo mío! —contestó Holmes.
El perro bebió todo. Pero no ha pasado nada. Holmes se veía decepcionado. Los detectives estaban sonriendo.
—No puede ser coincidencia —gritó Holmes—. Las mismas píldoras mataron a Drebber. Ahora aparecen tras la muerte de Stangerson. ¿Por qué no funcionan? ¿Qué significa eso?
¡El perro sigue con vida! ¡Ah, ya lo tengo!
Sacó la segunda píldora, la disolvió en agua y le ofreció de nuevo al perro. El perro bebió toda el agua y murió en instantes.
—Una píldora era inofensiva. Y la otra era un veneno mortal —dijo Holmes.
Tuve la sensación de que empezaba a ver más claro el caso.
—Desde el principio no prestaron atención a un detalle importante —prosiguió Holmes.
—Señor Holmes —dijo Greggson—. Ya sabemos que usted es un tipo listo. Tenemos que atrapar al criminal. El joven Charpentier no ha podido estar involucrado en el segundo asesinato. Stangerson no asesinó a Drebber. Entonces, ¿quién tiene la culpa?
—El asesino puede matar a alguien más —dije yo—. Tenemos que apresurarnos.
—No habrá más asesinatos —dijo Holmes— Conozco el nombre del asesino. Pero saber el nombre no es suficiente. Debemos atraparlo. Hice algunos preparativos. Hay que tener cuidado. Es un hombre inteligente y desesperado. Tiene un cómplice. Les contaré todo cuando encuentre al asesino y a su cómplice.
De pronto en la sala entró uno de los niños de la calle que trabajaban para Holmes.
—Señor —dijo—, tengo abajo el coche de caballos.
—Bien hecho, chico —contestó Holmes y sacó de su cajón un par de esposas de acero—. Hay que bajar estas maletas. Llámame al cochero.
Cuando entró el cochero, Holmes le pidió:
—Buen hombre, ayúdeme a cerrar esta maleta.
El cochero alargó los brazos para auxiliar a Holmes. De pronto, se oyó el clic de las esposas de acero.
—Señores —exclamó Holmes—, permítanme presentarles al señor Jefferson Hope, el asesino de Enoch Drebber y Joseph Stangerson.
Todo sucedió en un instante. Pero para siempre quedó grabada en mi memoria la sonrisa de Holmes. El cochero esposado intentó lanzarse por la ventana. Pero Gregson, Lestrade y Holmes le impidieron hacerlo. Empezó la pelea. Nuestro enemigo tuvo mucha fuerza. Su cara y sus manos estaban heridas por el cristal de la ventana. Con dificultad le amarramos las manos con una bufanda. Por fin el hombre se calmó.
—Abajo está su coche —dijo Sherlock Holmes—. Nos servirá para llevarlo a Scotland Yard. Caballeros, hemos llegado al fondo de nuestro misterio. Ahora pueden hacerme todas sus preguntas. Les voy a contar todo.