3. El misterio de Lauriston Gardens

La teoría de Holmes ha resultado ser eficaz. Mi respeto hacia él aumentó. Holmes leyó la nota. Su mirada estaba vacía. Estaba pensando en algo.

—¿Cómo lo ha deducido? — pregunté.

—¿Qué? —contestó.

—Lo del sargento retirado de la Marina.

—¿No había notado la condición del mensajero? —contestó Holmes.

— Puede estar seguro.

—Tiene un ancla azul tatuada en su mano. Tiene el porte militar. Es un hombre con cierta prepotencia, de mediana edad. ¿De quién podía tratarse, sino de un sargento?

—¡Admirable! —exclamé.

—Trivial… —contestó Holmes—. Pensé que no quedaban criminales. Pero no es así. ¡Eche un vistazo!

Me pasó la nota.

—¡Demonios! —exclamé—. ¡Es espantoso!

—No es un caso común y corriente —dijo—. ¿Puede leerlo en voz alta?

He aquí la carta:

MI QUERIDO SHERLOCK HOLMES,
Esta noche ha sucedido algo feo en la casa número tres de Lauriston Gardens, en la calle Brixton. Esta casa está deshabitada. A las dos de la mañana nuestro policía vio luz en esta casa. Cuando entró, encontró el cuerpo de un caballero. Estaba bien vestido. En uno de sus bolsillos había una tarjeta. Decía: “Enoch J. Drebber, Cleveland, Ohio, U. S. A.”. No robaron nada. Hay huellas de sangre en la casa. Pero el cuerpo no tiene heridas. ¿Me podría ayudar a resolver este misterio? Le espero aquí hasta las doce.
TOBÍAS GREGSON

—Gregson es uno de los mejores policías de Scotland Yard —apuntó mi amigo. Pero no tuvo prisa. Yo estaba sorprendido:

 —¡No puede perder tiempo! —exclamé—. ¿Llamo a un coche de caballos?

 —No tengo ganas de ir.

—¡Pero es un misterio interesante!

—Resuelvo el misterio, y Gregson robará mi fama. No tiene sentido.

—Le pide ayuda.

—Bueno, podemos echar un vistazo. No olvide su sombrero.

Había bruma. Íbamos en el coche. Holmes estaba de buen humor. Hablaba de violines. Yo estaba pensativo y callado.

—¿Qué piensa del caso? —le pregunté.

— Aún falta información —contestó Holmes.

—Pronto la tendrá. Esta es la casa —dije, extendiendo el índice.

—¡Pare, cochero, pare!

La casa tenía un aspecto lúgubre. Tenía el cartel de “Se alquila”. Había un jardincillo mal cuidado frente de la casa. Había un sendero de arcilla, con muchas huellas de zapatos. Había charcos de agua por la lluvia de anoche. Había un muro de ladrillo con remate de madera.

Sherlock Holmes recorrió varias veces la calle y el sendero de arcilla. Observó las casas en frente, el cielo, el suelo, el muro. Muy atentamente observó la tierra. Dos veces se detuvo, sonriendo. Yo no entendía por qué.

En la puerta nos tropezamos con un hombre alto y pálido. Llevaba en la mano un cuaderno de notas.

—¡Ha venido! —dijo—. Le agradezco. Todo está como lo encontré…

—Excepto eso —repuso Holmes señalando el sendero—. ¿Ha inspeccionado el sendero, Gregson?

—No, estaba ocupado dentro de casa —dijo el detective—. Mi colega Lestrade se encuentra aquí. Lestrade debía revisar el sendero.

—Ustedes son los expertos —dijo en tono sarcástico y preguntó—: ¿Lestrade y usted han llegado en coche?

—No.

—Vamos a dar una vuelta por la casa.

Entramos al comedor, escenario de la misteriosa muerte. Parecía muy grande por la ausencia de muebles. Había una chimenea. Sobre la chimenea se erguía una vela. Por la única ventana entraba poca luz. El suelo estaba cubierto con una capa de polvo.

El cuerpo yacía extendido sobre el suelo. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, de talla mediana, ancho de hombros. Tenía pelo negro rizado y barba corta. Estaba bien vestido. Su cuerpo estaba torcido, la posición era muy rara. Sobre su rostro había dibujado un gesto de horror y de odio. Nunca he visto un muerto tan siniestro.

En la puerta estaba parado el detective Lestrade. Era flaco, parecía un ratón. Nos dio la bienvenida:

—Nunca he visto nada parecido —dijo—. Y no soy ningún novato.

—¿Alguna pista? —dijo Gregson.

—En absoluto —contestó Lestrade.

Sherlock Holmes se aproximó al cuerpo. Lo examinó cuidadosamente.

—¿Están seguros de que no tiene ninguna herida? —Señaló las manchas de sangre alrededor del cadáver.

—¡Sí! —contestaron los detectives.

—Entonces, esta sangre pertenece al asesino. Parecido al caso de Van Jansen en el año 1834. No hay nada nuevo bajo el sol.

Holmes examinó el cadáver muy atentamente. Incluso olió sus labios. Echó un vistazo a las botas.

—¿Han movido el cuerpo? —señaló interrogativamente.

—No.

—Pueden llevarlo ya —dijo Holmes—. Aquí no hay nada más que hacer.

Cuando levantaban el cadáver, un anillo cayó y rodó sobre el suelo. Lestrade estaba confundido.

—En la habitación ha estado una mujer —dijo—. Este anillo de boda pertenece a una mujer…

—Se nos complica el caso —dijo Gregson.

—¿Están seguros de que no se simplifica? —dijo Holmes—. ¿Encontraron algo en los bolsillos del muerto?

—Está todo allí —dijo Gregson señalando unos objetos en la escalera—: Un reloj de oro, una cadena de oro, muy pesada; un anillo, también de oro, un tarjetero con unas tarjetas de presentación a nombre de Enoch J. Drebber de Cleveland; dos cartas, dirigida una a E. J. Drebber y la otra a Joseph Stangerson.

—¿Y la dirección? —preguntó Holmes.

—“American Exchange”, calle Strand. A petición del interesado. Proceden ambas de una empresa de transporte marítimo. Este pobre hombre planeaba regresar a Nueva York.

—¿Ha averiguado algo sobre Stangerson?

—He puesto anuncios en todos los periódicos —dijo Gregson.

—¿Han establecido contacto con Cleveland? —preguntó Holmes.

—Esta mañana, por telegrama.

—¿Qué han escrito?

—Solicitamos información.

—¿Ha preguntado algo importante?

—Pedimos informes acerca de Stangerson.

—¿Nada más? ¿Sobre el muerto?

—No —contestó Gregson con tono ofendido.

De pronto entró Lestrade. Estaba muy contento.

—El señor Gregson —dijo—, examiné las paredes y encontré algo importante.

Sus ojos brillaban. Volvimos a la habitación. Lestrade encendió una cerilla y la acercó a la pared.

— ¡Vean!— exclamó triunfante.

Una gran tira de papel se había desprendido de la pared. Había una palabra escrita con rojo sangre en el yeso:

RACHE

—¿Qué les parece? —preguntó Lestrade—. El asesino o la asesina lo escribió con su propia sangre. Hay manchas en el piso. Entonces, no fue un suicidio. ¿Por qué el asesino eligió este rincón? Les explico. ¿Ven esta vela sobre la chimenea? La luz de la vela llegó solo a este rincón.

—¿Y qué significa esto? —preguntó Gregson en tono despectivo.

—Escuche: el autor iba a completar la palabra “RACHEL”. Es un nombre femenino. Pero algo le impidió hacerlo. 

Holmes sacó de su bolsillo una cinta métrica y una lupa. Empezó a explorar la habitación. Parecía haber olvidado nuestra presencia. Escuchamos sus exclamaciones, gruñidos, susurros y ligeros gritos de triunfo. Más de veinte minutos duró el examen. Midió algo en los muros, en el suelo. Recogió un poco de polvo. Miró atentamente las palabras en la pared. Parecía satisfecho con los resultados.

—Quiero hablar con el policía que halló el cadáver. ¿Podría saber su nombre y dirección? —preguntó Holmes.

Lestrade consultó un libro de notas:

—John Rance —dijo—. Está ahora fuera de servicio. Aquí tiene su dirección.

—Venga, doctor —dijo Holmes—. Vamos a verlo.

—El asesino es un hombre. Mide más de uno ochenta, es de mediana edad, tiene el pie pequeño para su altura. Llevaba unas botas de punta cuadrada. Estaba fumando un cigarro de marca “Trichinopoly”. Llegó aquí con su víctima en un coche de caballos. El caballo tenía tres casco viejos y uno nuevo, el de la pata delantera derecha. Probablemente el asesino tiene piel rojiza, tiene unas uñas muy largas en su mano derecha. No es mucha información, pero puede resultar de alguna ayuda.

Lestrade y Gregson intercambiaron una sonrisa de incredulidad.

—Veneno —comentó Sherlock Holmes y añadió—: “RACHE” es una palabra alemana que significa “venganza”. No pierdan el tiempo buscando a una mujer con ese nombre.

Los dos rivales quedaron boquiabiertos.