2. La ciencia de la deducción

London Investigation Brexit Sherlock Holmes

Al día siguiente fuimos a ver el apartamento 221B de Baker Street. Consistía en dos dormitorios y una sala de estar. Había dos amplias ventanas en la sala de estar.

El precio de alquiler era moderado. Cerramos el trato de inmediato.

Holmes resultó ser un buen vecino. Sus maneras eran suaves y sus hábitos regulares. Pasaba sus días en el laboratorio o en la morgue. De vez en cuando hacía largos paseos por los barrios más bajos de la ciudad. Unos días estaba lleno de energía. Otros días estaba melancólico. 

Mi interés por Holmes creció. Su misma apariencia llamaba la atención. Era un hombre alto, muy delgado. Sus ojos eran penetrantes. Su nariz parecía de ave. Tenía la barbilla de un hombre firme. Sus manos siempre estaban manchadas de tinta y productos químicos. 

Parezco ser muy entrometido. Pero este hombre despierta mi curiosidad. Holmes era muy reservado. Yo no tenía amigos. Entonces, yo estaba muy entusiasmado por el misterio que rodeaba a mi compañero.

Holmes no seguía la carrera médica. No planeaba entrar al mundo académico. Pero sus conocimientos en ciertas áreas eran muy profundos. Pero en otras áreas parecía ser ignorante. No sabía casi nada de literatura contemporánea, filosofía y política. ¡No sabía que la tierra gira alrededor del sol! ¡Un hombre civilizado! No pude creerlo.

—Parece usted sorprendido —dijo Holmes—. Gracias por compartir esta información. Tengo que olvidarla.

—¡¿Olvidarla?!

—Entiéndame —dijo—. El cerebro es como una habitación vacía. La llenamos con elementos de nuestra elección. Un tonto llenará su habitación con cualquier cosa. Y no quedará espacio para las cosas útiles. No se puede estirar las paredes de la habitación. Una persona inteligente llenará su habitación con cosas bien seleccionadas. 

—Sí, pero, ¡el sistema solar! —protesté.

—¿En qué me ayudaría saber del sistema solar? —interrumpió Holmes—. Mi trabajo no tiene nada que ver con el sistema solar.

Estuve a punto de preguntarle sobre su trabajo. Pero me detuve. Me puse a pensar. Holmes no quiere tener conocimientos inútiles. Entonces, ¿cuáles son sus conocimientos útiles? Hice una lista. Decía así:

“Sherlock Holmes, sus límites.

1. Conocimientos de Literatura: ninguno.

2. Conocimientos de Filosofía: ninguno.

3. Conocimientos de Astronomía: ninguno.

4. Conocimientos de Política: escasos.

5. Conocimientos de Botánica: desiguales. Sabe de venenos.

6. Conocimientos de Geología: prácticos aunque restringidos. Sabe de tipos de suelos geológicos.

7. Conocimientos de Química: profundos.

8. Conocimientos de Anatomía: exactos, pero poco sistemáticos.

9. Conocimientos de Literatura sensacionalista: inmensos. Sabe mucho de eventos criminales del siglo 19.

10. Toca bien el violín.

11. Experto boxeador, y esgrimista.

12. Experto en la ley inglesa.”

No tenía ni idea qué profesión requiere todos estos conocimientos. Tocaba muy bien el violín cuando le pedía. Pero arañaba las cuerdas a su gusto cuando estaba solo. Unas veces eran notas melancólicas, otras alegres. Reflejaban su estado de ánimo.

Los visitantes de Holmes eran personas interesantes. El señor Lestrade vino a casa tres veces en una semana. Parecía un ratón. Un día vino una joven. Se quedó hablando con Holmes media hora. El mismo día vino un anciano de aspecto pobre, estaba muy emocionado. Luego vino un caballero de pelo cano.

—Son mis clientes —dijo Holmes.

De nuevo quería preguntarle a qué se dedica. Y de nuevo me detuve.

El 4 de marzo encontré a Holmes desayunando. Me puse a leer el periódico. Uno de los artículos estaba subrayado en rojo. El titular del artículo decía: “El libro de la vida”. El autor afirmaba poder adentrarse en los pensamientos de otro hombre, guiado de señales como un gesto o la mirada. Según él, una persona que analiza y observa no puede ser engañada.

“La vida toda es una gran cadena de causas y efectos —decía el autor—. El arte de analizar y deducir se aprende con tiempo y dedicación. Se puede develar la profesión de un hombre por sus uñas, las mangas de su chaqueta, sus botas o la expresión facial.”

—¡Qué tontería! —grité—. Jamás había leído en mi vida tanta tontería.

—¿De qué se trata? —preguntó Sherlock Holmes.

—De ese artículo.

—Veo que lo ha leído.

—Me enoja lo que dice el autor. Pura teoría.

—El autor soy yo —dijo Holmes tranquilamente.

—¿¡Usted!?

—Sí, soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. En realidad, esta teoría me permite ganar dinero.

—¿Cómo? — pregunté involuntariamente.

—Soy detective asesor. Tengo profundo conocimiento de la historia criminal. Hay muchos detectives en Londres. De vez en cuando vienen a mí. Me presentan toda la evidencia de que disponen. Les enseño el camino. Existen muchas cosas comunes entre los hechos delictivos. Cuando uno conoce mil hechos delictivos, no resulta difícil descifrar el número mil uno. Lestrade es un detective bien conocido. Le estoy ayudando.

—¿Y los demás visitantes?

—Son gente que tiene problemas y busca ayuda. Les escucho, doy mi opinión y recibo mi pago.

—Es decir —interrumpí—, ¿puede resolver un misterio sin salir de esta habitación?

—Exactamente. Poseo una especie de intuición. A veces surge un caso más complicado. Entonces tengo que salir a la calle. Tengo conocimientos especiales. Estos conocimientos facilitan mi tarea. Uso las reglas deductivas de este artículo. Sé observar. Sé que había estado en Afganistán.

—Alguien se lo dijo, sin duda.

—En absoluto. Fue mi cadena de deducción. “El hombre tiene aspecto de médico. Pero tiene porte militar. Entonces, es un médico militar. Acaba de llegar del trópico, la piel de su cara es oscura. No es su color natural, se nota por la piel de sus muñecas. Se le nota que ha sufrido mucho. Le han herido el brazo izquierdo. Lo mantiene erguido. ¿En qué lugar del trópico todo eso sería posible? Evidentemente, en Afganistán”. Todo el análisis me tomó un segundo.

—Suena muy fácil —dije sonriendo—. Me recuerda usted al Dupin de Allan Poe.

Sherlock Holmes encendió la pipa:

—Creo que su Dupin no es tan listo.

—¿Ha leído usted las obras de Gaboriau? — pregunté—. ¿Qué opina de Lecoq?

—Lecoq es un chapucero patético —dijo con la voz alterada—. No tiene nada más que energía. Es muy lento.

Me molesté. “Se cree muy listo”, pensé, “pero en realidad es muy engreído”.

—No quedan más crímenes ni criminales —prosiguió, en tono quejumbroso—. ¿De qué sirve en nuestra profesión ser inteligente? ¡Si no aparece un gran caso criminal! 

—¿Qué está buscando aquel tipo? —pregunté señalando al hombre que a paso lento recorría la acera opuesta. Portaba en la mano un gran sobre azul. Parecía ser un mensajero.

—¿El sargento retirado de la Marina? —dijo Sherlock Holmes.

“Fanfarrón, no lo puede comprobar”, pensé. 

El hombre atravesó la calle y golpeó nuestra puerta.

—¡Para el señor Sherlock Holmes! —exclamó el extraño, y entregó la carta a mi amigo. 

—Buen hombre, ¿cuál es su profesión?

—Mensajero, señor —dijo—. Me están arreglando el uniforme.

—¿Qué era usted antes?

—Sargento, señor. Sargento de la infantería ligera de la Marina Real, señor.