1. Señor Sherlock Holmes

Me gradué de la Universidad de Londres en el año 1878. Serví como médico cirujano en Afganistán. Allí fui herido en el hombro. La bala me destrozó el hueso. Luego caí víctima de tifus. Sobreviví con dificultad. Los médicos militares recomendaron irme a Inglaterra. Me dieron nueve meses de licencia para recuperar mi salud. 

Llegué a Portsmouth. No tenía a nadie en Inglaterra. Tenía un ingreso diario de once chelines y medio. Me dirigí hacia Londres. Todos los desocupados siempre van a la capital. Permanecí en un hotel durante un tiempo. Apenas llegaba a fin de mes. Decidí buscar un alojamiento más barato.

El día que tomé esta decisión fui al bar “Criterion”. Me encontré con un viejo compañero de la universidad, Stamford. Estaba feliz de verle. Lo invité a almorzar. Cogimos un coche de caballos.

—¿Qué le ha pasado, Watson? —me preguntó Stamford, sorprendido— ¡Está delgado como un arenque!

Le hice un breve resumen de mis aventuras. 

—¡Pobre! —dijo en tono compasivo—. ¿Y qué proyectos tiene?

—Busco alojamiento —le contesté—. Quiero vivir a un precio razonable.

—Cosa curiosa —comentó mi compañero—. Es la segunda persona que me ha hablado de alojamiento hoy.

—¿Y quién fue la primera? —pregunté.

—Un tipo que está trabajando en el laboratorio de química. Quiere compartir el apartamento. 

—¡Demonios! — exclamé—. Soy el hombre que necesita. Prefiero tener un compañero antes que vivir solo.

Stamford me miró de forma extraña.

—No conoce todavía a Sherlock Holmes —dijo—. Es un tipo peculiar.

—¿Sí? ¿Qué tiene contra él?

—No tengo nada contra él. No es mala persona. Es un entusiasta de la ciencia.

—¿Quiere ser médico? —supuse.

—No… No sé nada de sus proyectos. Le interesa la anatomía. Es muy buen químico. Pero no ha asistido a ningún curso de medicina. Tiene muchos conocimientos, pero no tiene sistema.

—¿Le ha preguntado alguna vez sobre su objetivo?

—No. Es un poco reservado.

—Quiero conocerle —dije—. Es una persona tranquila, estudia mucho. Estoy aún débil. No quiero sufrir mucho ruido. ¿Dónde podría encontrarme con este Holmes?

—Debe estar en el laboratorio —contestó mi compañero—. Podemos ir allí después del almuerzo.

—Perfecto —contesté. 

Salimos para el laboratorio. Stamford añadió algunos detalles sobre Holmes.

—Lo conozco muy poco —dijo—. Quedo exento de toda responsabilidad.

—Me da la sensación, Stamford —añadí mirando fijamente a mi compañero—, de que usted me está ocultando algo. ¿Tiene un carácter pesado?

—Es difícil de explicar —rio Stamford—. Holmes tiene un carácter demasiado científico. Está obsesionado con los detalles.

—Eso no está mal.

—A veces no tiene límites. A veces golpea los cadáveres con un bastón.

—¡Golpear los cadáveres!

—Sí. Quiere saber más sobre las magulladuras. Sí aparecen después de la muerte o no.

—¿Y no estudia medicina?

—No. ¿Cuál será el objetivo de tales investigaciones?… —Quien sabe. Ya hemos llegado.

Entramos al laboratorio de química. Era una habitación de techo alto. Había muchos frascos, tubos, lámparas y mesas. Una sola persona estaba en el laboratorio.

Se inclinaba sobre una mesa. Al escuchar nuestros pasos volvió la cabeza.

—¡Ya lo tengo! —gritó—. ¡He hallado un reactivo exclusivo para la hemoglobina!

Parecía haber descubierto una mina de oro.

—Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes —nos presentó Stamford.

—Encantado —dijo cordialmente Holmes—. Por lo que veo, ha estado usted en Afganistán.

—¿Cómo ha podido adivinarlo? —pregunté, sorprendido.

—No importa —contestó Holmes, riendo—. Volvamos a la hemoglobina. ¿Cómo le parece mi descubrimiento?

—Interesante, desde un punto de vista químico —contesté—. Pero, en cuanto a su aplicación práctica…

—Por Dios, se trata del más importante descubrimiento en el campo de la Medicina legal. Podremos descubrir las manchas de sangre sin fallos. ¡Miren!

—Un poco de sangre fresca — dijo, clavándose en el dedo una aguja—. Ahora añado esta gota de sangre a un litro de agua. La mezcla se ve como agua pura. La proporción de sangre es muy baja. Pero vamos a obtener la reacción característica.

Arrojó en el recipiente unos pocos cristales blancos. Luego agregó unas gotas de un líquido transparente. La mezcla adquirió un color rojo sucio. En el fondo apareció un polvo marrón.

— ¡Ajá! —exclamó dando palmadas como un niño—. ¿Qué me dice ahora?

—Fino experimento —contesté.

—¡Magnífico! La prueba tradicional resultaba muy insegura. Mi reactivo funciona sin fallas. Ayudará a resolver muchos crímenes.

—Caramba… —susurré.

—A veces un hombre resulta sospechoso de un crimen. Pero han pasado meses después del crimen. El hombre tiene manchas en su ropa… ¿Son manchas de sangre, de barro, de óxido o de fruta? Siempre era difícil definirlo sin un buen reactivo. ¡Ahora existe el reactivo de Sherlock Holmes!

—Le felicito —apunté.

—¿Recuerda el caso de Von Bischoff? ¿O el caso de Mason? Se salvaron de la muerte porque no hubo prueba de manchas de sangre.

—Sabe mucho de crímenes —apuntó Stamford— ¿Por qué no publica artículos? 

—Sería una lectura interesante —contestó Sherlock Holmes.

Noté que había muchos parches en sus dedos, también manchas de ácidos.

—Tenemos que hablar —dijo Stamford—. Este señor busca compartir la vivienda y usted estaba buscando un compañero. 

A Sherlock le gustó la idea.

—Hay un buen apartamento en Baker Street —dijo—. ¿Le molesta el tabaco? 

—También fumo— contesté.

—Genial. Trabajo mucho con sustancias químicas. ¿Le molesta?

—En absoluto.

—A veces me pongo melancólico y no quiero hablar. ¿Cuáles son sus defectos?

—Tengo un cachorro —dije—. No me gusta el ruido. Estoy mal de nervios. Soy muy perezoso. Duermo mucho. Así son mis defectos.

—¿Le molesta el violín? —me preguntó muy alarmado.

—Depende del músico.

—Magnífico —concluyó con una risa.

—¿Cuándo podemos visitar el apartamento? —pregunté.

—Mañana al mediodía. 

Nos despedimos. 

—¿Cómo se dio cuenta de Afganistán?— pregunté a Stamford.

—Tiene un don —dijo—. Nadie sabe como adivina las cosas.

—Esto comienza a ponerse interesante —exclamé frotándome las manos.

Estuve muy intrigado por mi nuevo conocido.