2. La liga de los pelirrojos

—Señor Holmes, yo soy un hombre muy casero. Vivo y trabajo en la misma casa. No salgo a la calle durante varias semanas. Por eso no sé nada de lo que ocurre en el mundo. Siempre me agrada recibir noticias. “¿Nunca ha oído hablar de la Liga de los pelirrojos?”, preguntó Spaulding, sorprendido. “Nunca.” “¡Me sorprende mucho! Usted es uno de los mejores candidatos para ocupar la vacante.” “¿Cuánto puedo ganar?” “Unas 200 libras al año, el trabajo es mínimo.” Eso llamó mi atención. Doscientas libras era bastante dinero para mí en aquel momento. “Cuénteme todo sobre el anuncio”, le dije.

“Pues bien, — me dijo enseñándome el anuncio—: como puede ver, existe una vacante en la Liga. Aquí está la dirección de su oficina. La liga fue fundada por un millonario americano, Ezequías Hopkins. Era un hombre bastante excéntrico. Era pelirrojo y sentía una gran simpatía por todos los pelirrojos. Al morir dejó su fortuna para crear un fondo de empleo para los pelirrojos. Pagan bien y el trabajo es poco”. “Hay millones de pelirrojos en Inglaterra”, dije. “No tanto —respondió—. La oferta es para los ciudadanos de Londres mayores de edad. Este americano nació en Londres. Quiso hacer algo por su vieja y querida ciudad. Además, es inútil presentarse si uno tiene el pelo rojo claro o rojo oscuro. Pero a usted, señor Wilson, le aceptarán de inmediato.” 

Mi cabello es de un tono rojo muy intenso. Podría ganar el concurso. Vincent Spaulding podría serme útil. Cerramos el negocio y fuimos hacia la oficina de la Liga. Todos los hombres de cabello rojizo habían llegado a la City. ¡Había tantos pelirrojos en Londres!

Los había de todos los matices: rojo pajizo, limón, naranja, ladrillo, de perro setter, arcilla. Pero no eran muchos los de un auténtico rojo. Estuve a punto de renunciar; pero Spaulding no me dejó. Se las arregló para llevarme a la oficina. 

—Una experiencia divertida —comentó Holmes—. Siga, por favor.

—En la oficina había un par de sillas y una mesa. A la mesa estaba sentado un hombre pequeño. Decía algunas palabras a los candidatos, pero siempre los descalificaba por algún defecto. No parecía cosa tan sencilla el ocupar la vacante. Pero cuando llegó mi turno, el hombrecito cerró la puerta cuando estuvimos dentro. “Este señor se llama Jabez Wilson —le dijo mi empleado—, quiere ocupar la vacante.” “Es un verdadero pelirrojo —contestó el hombrecito—. Nunca he visto pelo tan hermoso.” Me estuvo contemplando. Luego me felicitó por mi éxito. De repente me agarró del pelo, y lo tiró. Grité de dolor. El hombre me dijo: “Tiene lágrimas en los ojos, entonces no hay trampa. Ya nos han engañado antes, con peluca y con tinte.”

Se acercó a la ventana, y anunció que se había ocupado la vacante. La gente se fue. “Me llamo Duncan Ross —dijo—. ¿Es usted casado, señor Wilson? ¿Tiene familia?” Contesté que no la tenía. Me dijo con mucha gravedad: “Es una gran desgracia. Necesitamos más pelirrojos en el mundo.” Pero, después de pensarlo, dijo que eso no le importaba. “¿Cuándo podrá usted venir a trabajar?” —dijo. «Hay un pequeño inconveniente. Tengo un negocio», contesté. “No se preocupe por eso, señor Wilson —dijo Vicente Spaulding—. Yo cuidaré de su negocio.” “¿Cuál será el horario?”, pregunté. “De diez a dos.” 

Yo sabía que mi empleado era una buena persona. “Ese horario es muy cómodo —le dije—. ¿Y el sueldo?” “Cuatro libras a la semana.”, me contestó. “¿De qué se trata el trabajo?”, le pregunté. “El trabajo es puramente nominal.”, me contestó. “¿Cómo así?”, me sorprendí. “Durante esas horas tendrá usted que estar presente en esta oficina”, me explicó. “¿Y el trabajo?”, le pregunté. “Consiste en copiar la Enciclopedia Británica. Tenemos los libros. Tenemos esta mesa y esta silla. Tiene que traer la tinta, la pluma de escribir y el papel. ¿Puede empezar mañana?”, me dijo. “Sí”, le contesté. 

“Entonces, señor Wilson, adiós. Le felicito una vez más por conseguir este importante empleo”. Se despidió de mí. Me pasé el día pensando en el asunto. Parecía una broma. ¡Pagar tan buen sueldo por un trabajo tan sencillo! Sin embargo, cuando llegó la mañana, compré un frasco de tinta, una pluma de escribir y papel. Fui a Pope’s Court. La oficina estaba abierta. Encontré la mesa ya preparada para mí. El señor Duncan Ross me estaba esperando. Me indicó empezar con la letra A, y luego se retiró. Pero de vez en cuando aparecía en la oficina para comprobar mi presencia. 

Todo siguió igual un día tras otro. El sábado me pagaron cuatro libras por el trabajo de la semana. Lo mismo ocurrió la semana siguiente, y la otra. Yo llegaba cada mañana a las diez y me marchaba a las dos de la tarde. Con el tiempo, el señor Duncan Ross dejó de venir para comprobar mi presencia. Pasaron ocho semanas. Tuve que gastar algo en papel. Ya tenía un estante lleno de hojas escritas. Y de pronto, todo se acabó. 

—¿Cuándo?

—Esta mañana. Me presenté al trabajo a las diez. La puerta estaba cerrada con llave. Había una hoja de papel clavada en la puerta. Aquí la tiene.

En la hoja estaba escrito:

“Ha Quedado Disuelta La Liga De Los Pelirrojos. 9 de octubre de 1890.”

—¿Qué hizo usted cuando encontró esta hoja en la puerta? —preguntó Holmes.

—No sabía qué hacer. Fui a buscar al dueño de la oficina. Le pregunté si sabía qué había pasado con la Liga de los pelirrojos. Me contestó que jamás había oído de la Liga. Entonces le pregunté por el señor Duncan Ross. Dijo que no conocía este nombre. “Me refiero al señor de la oficina número cuatro”, le dije. “¿Cómo? ¿Es pelirrojo?”, me preguntó. “Sí.”, le contesté. “Su nombre es William Morris. Es un abogado. Me alquiló la habitación temporalmente. Ayer se marchó.”, me dijo. “¿A dónde?”, le pregunté. “A su nueva oficina. Me dio su dirección. Eso es, King Edward Street, número diecisiete, junto a San Pablo.”, me explicó. Fui hacia allí. Cuando llegué a esa dirección, encontré una fábrica. Nadie conocía al señor William Morris.

—¿Y qué hizo entonces? —preguntó Holmes.

—Volví a mi casa. Pedí consejo a mi empleado. No pudo ayudarme. Me dijo que tenía que esperar, nada más. Pero yo no quería perder mi puesto. Por eso me vine a verle a usted.

—Hizo muy bien —dijo Holmes—. Su caso es extraordinario. Me encantan los casos extraordinarios. Su caso se trata de cosas mucho más graves de lo que parece a primera vista.

—¡Claro que son graves! —exclamó el señor Jabez Wilson—. ¡Me he quedado sin mis cuatro libras semanales!

—A usted le fue bien con la Liga —comentó Holmes—. No ha perdido nada usted, sino que ganó treinta libras. Y algo de conocimiento de la Enciclopedia Británica.

—Pero quiero saber de esa gente. La broma les salió cara. 

—Empecemos por un par de preguntas, señor Wilson. Ese empleado suyo que le enseñó el anuncio. ¿Qué tiempo llevaba con usted?

—Un mes.

—¿Cómo llegó a trabajar con usted?

—En respuesta a un anuncio.

—¿Por qué lo eligió a él?

—Porque era listo y cobraba poco.

—La mitad del salario, ¿verdad?

—Sí.

—¿Cómo es ese Vicente Spaulding?

—Bajo, fuerte, muy activo, bien afeitado. Tiene una mancha blanca de ácido en la frente.

Holmes parecía estar muy excitado:

—¿Tiene las orejas perforadas? ¿Para llevar pendientes?

—Sí. 

—¡Vaya!—dijo Holmes—. Y ¿sigue aún con usted?

—Sí.

—¿Cómo atendía el negocio mientras usted no estaba?

—No tengo ninguna queja. Nunca hay mucho trabajo por las mañanas.

—Con esto me basta, señor Wilson. Hoy es sábado. Llegaré a una conclusión para el lunes.

Nuestro visitante se marchó.