1. Misteriosa desaparición

Fui a visitar a mi amigo Sherlock Holmes. Lo encontré con un caballero gordo. El caballero era pelirrojo. Quise retirarme, pero Holmes no me dejó.

—Mi querido Watson, vino a tiempo usted —me dijo amablemente.

—¿Está muy ocupado, Holmes? —le pregunté.

—Sí, mucho.

—Puedo esperar en otra habitación.

—De ninguna manera. Señor Wilson, este caballero es mi compañero. Me ayuda en mi trabajo.

El caballero gordo me saludó. 

—Tome asiento, por favor —dijo Holmes—. Sé, mi querido Watson, que le gustan las cosas extraordinarias. Por eso escribe sobre mis aventuras.

—Sus casos siempre son muy interesantes —le contesté.

—La vida misma siempre es más extraordinaria que la imaginación.

—Lo dudo.

—Pero ese es mi punto de vista. El señor Wilson tiene una historia interesante para contar. Se trata de cosas muy raras. ¿Ha sucedido un delito o no? Por favor, señor Wilson.

El cliente sacó de su abrigo un periódico. Mientras él leía el periódico, lo examiné atentamente. No había nada notable en su ropa y su apariencia. Era un comerciante inglés común y corriente, gordo, y algo lento. Vestía pantalones grises a cuadros, abrigo negro y chaleco gris. Tenía el pelo rojo y una expresión de disgusto.

Mi amigo Sherlock Holmes movió su cabeza y me sonrió:

—El señor Wilson trabajó con las manos. Es masón. Estuvo en China. Últimamente escribe mucho.

El señor Wilson se levantó de su silla y miró a mi amigo:

—Pero, ¿cómo pudo saber todo eso? Todo es verdad. Empecé a trabajar como carpintero de barcos.

—Por sus manos, señor. La derecha es más grande que la izquierda. Ha trabajado usted con ella.

—Muy bien. ¿Y lo de los masones?

—Porque usa un alfiler de corbata de masones. Eso es contra las reglas de los masones. Por favor, no se ofenda.

—¡Ah! Lo había olvidado. ¿Y lo de la escritura?

—El puño de su manga derecha se ve lustroso. 

—Bien, ¿y lo de China?

—El pez tatuado en estilo chino, más arriba de su muñeca. Además lleva una moneda china colgando de la cadena del reloj.

El señor Wilson se rio y dijo:

—¡Increíble! Me doy cuenta de que todo era fácil.

—Empiezo a pensar, Watson —dijo Holmes—, que cometo un error al dar explicaciones. ¿Ha encontrado usted el anuncio, señor Wilson?

—Sí, ya lo tengo —respondió Wilson—. Aquí está. Todo empezó por aquí. Léalo usted mismo, señor Watson.

Tomé el periódico de sus manos y leí:

A LA LIGA DE LOS PELIRROJOS. Con cargo al legado del difunto Ezequías Hopkins, de Lebanon, Pennsylvania, EE. UU., hay una vacante para un miembro de la liga. El salario es de cuatro libras a la semana por servicios puramente nominales. Buscamos hombres pelirrojos, sanos de cuerpo y de mente, y mayores de veintiún años. Presentarse en persona el lunes a las once a Duncan Ross, en la oficina de la liga, 7 Pope’s Court, Fleet Street.

—¿Qué significa esto? —exclamé después de terminar de leer.

Holmes se rio y se removió en su asiento. Solía hacerlo cuando estaba de buen humor.

—Un poco raro, ¿no? —dijo—. Y ahora, señor Wilson, cuéntenos todo acerca de usted, su familia y de este anuncio. Pero primero, doctor, tome nota del periódico y la fecha.

—Es el Morning Chronicle del 27 de abril de 1890. 

—Muy bien. Vamos, señor Wilson.

—Bueno, como ya le he dicho, señor Holmes —dijo Jabez Wilson—, tengo una pequeña casa de préstamos en la plaza de Coburg. No es un negocio importante. No me da mucho dinero. Tengo un empleado. Está dispuesto a trabajar por la mitad del sueldo.

—¿Cómo se llama ese joven tan bueno? —preguntó Sherlock Holmes.

—Se llama Vincent Spaulding. No es tan joven. No puedo calcular su edad. Es un ayudante muy eficaz, señor Holmes, podría ganar más. Pero está satisfecho. Entonces, no le ofrezco más.

—¿Por qué iba a hacerlo? Ha tenido usted mucha suerte al encontrar un empleado más barato que los precios del mercado. No todos los patrones pueden decir lo mismo en estos tiempos. No sé qué es más extraordinario, si su ayudante o su anuncio.

—Bueno, también tiene sus defectos —dijo el señor Wilson—. Es muy aficionado a la fotografía. Saca fotos y luego pasa tiempo en el sótano para revelarlas. Pero es un buen trabajador. Y no tiene vicios.

—Todavía sigue con usted, supongo.

—Sí, señor. Él y una niña de catorce años que cocina un poco y hace la limpieza. Soy viudo, no tengo hijos. Los tres llevábamos una vida muy tranquila. Hasta que apareció este anuncio. Hace ocho semanas, Spaulding bajó a la oficina con este mismo periódico en la mano y me dijo: “¡Ay, señor Wilson, ¿por qué no soy pelirrojo?” “¿Y eso por qué?”, le pregunté. Y él me contestó: “Mire, hay una vacante en la Liga de los pelirrojos. Eso significa una pequeña fortuna para el empleado. ¡Por qué no nací de cabello rojo!” “Pero ¿de qué se trata?, le pregunté.