El pirata de tierra – Arthur Conan Doyle

El sitio: un solitario tramo de la carretera de Eastbourne a Tanbridge. 

La hora: once y media de la noche, uno de los domingos del fin del verano.

Un coche iba lentamente por la carretera. Era un “Rolls-Royce” largo. Su contorno tenía formas extrañas. Se notaba incluso en la oscuridad. El coche estaba camuflado con una funda.

El conductor del coche era un hombre grande, de hombros anchos. Estaba solo. Tenía el sombrero puesto hasta los ojos. Estaba fumando. El cuello de su abrigo estaba levantado. Estaba mirando algo en la oscuridad mientras conducía.

A lo lejos sonó el claxon de un coche. Estaba llegando del sur. Los domingos los londinenses solían regresar a la capital. El hombre del “Rolls-Royce” miraba y miraba en la oscuridad. De pronto tiró el cigarrillo.

Aparecieron dos pequeños puntos amarillos. El conductor del coche camuflado se puso una máscara negra. Encendió una linterna de mano, se observó a sí mismo en el espejo. Colocó la linterna junto a una pistola. Luego se bajó aún más su sombrero, encendió el coche, pero apagó las luces.

Apareció otro coche, era antiguo. El coche camuflado le bloqueó el camino. El hombre de la máscara agitó su linterna. El coche antiguo paró. En la luz de la linterna apareció la cara de un joven. Tenía bigotes y ojos azules. Estaba muy molesto. Gritó:

—¡Oiga! ¡Va a ocasionar un accidente! ¿Por qué no enciende las luces? ¡Casi le atropello!

Miró el coche camuflado y de repente cambió de actitud. Estaba muy sorprendido. El conductor del coche camuflado estaba ya en la carretera. Le apuntaba al viajero con su revólver. La máscara negra estaba mirando al joven.

—¡Manos arriba! —dio la orden—. ¡Manos arriba! O…

El conductor del coche antiguo no era cobarde. Sin embargo, levantó sus manos.

—¡Salga!

A punta de revólver, el joven salió a la carretera. Intentó bajar las manos, pero un grito le obligó a abandonar su intención.

—Mire, ¿no cree que todo esto es un poco anticuado? —dijo—. ¿Debe estar bromeando?

—¡Su reloj! — ordenó el hombre del revólver.

—¡No me diga!

—¡He dicho que su reloj!

—Por favor, tómelo si tanto lo necesita. Por cierto, el reloj no es de oro. 

—¡La cartera! —continuó el bandido. Su tono y maneras excluían cualquier idea de resistencia. Inmediatamente el joven le entregó la cartera.

—¿Tiene anillos?

—No tengo ninguno —contestó joven.

—Póngase ahí. Y no se mueva. 

El bandido pasó junto a su víctima, abrió el capó del coche del joven. Metió la mano en el motor. Tenía pinzas de acero en la mano. Se oyó un sonido de cables cortados.

—¡Maldita sea! —gritó el joven—. ¡Es mi coche!

Quiso acercarse al coche. El bandido le apuntó con su revólver. Aun así, el joven notó algo raro en el bandido. El joven quiso decirle algo, pero no lo hizo.

—¡Suba al coche! —ordenó el bandido.

El joven tomó asiento.

—¿Cómo se llama?

—Ronald Barker. ¿Y usted?

El enmascarado no respondió nada.

—¿Dónde vive?

—Mis tarjetas de visita están en mi cartera. Puede coger una.

El bandido se subió al “Rolls-Royce”. Soltó el freno de mano, aceleró, giró bruscamente y rodeó al coche del joven. En un minuto estaba a media milla del lugar. Iba con las luces encendidas por la carretera hacia el sur. El señor Ronald Barker, mientras tanto, buscaba en su caja de herramientas un trozo de cable. Quería arreglar la instalación eléctrica y seguir su camino.

El bandido detuvo el coche y sacó del bolsillo los objetos de Barker. Abrió la cartera y contó el dinero. Había solo unas monedas. Al bandido le pareció divertido. Se rio a la luz de la linterna. De repente, su actitud cambió. Metió la cartera en el bolsillo, soltó el freno y aceleró. A lo lejos volvieron a aparecer luces. Se acercaba otro coche.

Ahora el bandido fue más valiente. La experiencia adquirida le dio confianza en sí mismo. Se acercó al coche que venía en sentido contrario. No apagó las luces. Frenó en medio de la carretera y exigió a los viajeros detenerse. Obedecieron porque se asustaron. Vieron un rostro enmascarado y la figura grande del conductor. El otro coche era un descapotable. El conductor vestía una gorra de uniforme. Había dos pasajeras, jóvenes y guapas. Una de ellas chillaba. La otra mantenía un tono más tranquilo.

—¡Contrólate, Gilda! —susurró—. Cállate, por favor. Debe ser una broma de Berty.

—¡No, no! ¡Esto es un verdadero asalto, Flossy! Este es un bandido de verdad. Oh, Dios, ¿qué vamos a hacer?

—No, pero ¡qué publicidad! ¡Qué gran publicidad! Saldrá en las noticias de la noche.

—¿Qué nos costará? —Gilda gimió—. ¡Oh, Flossy, Flossy, me voy a desmayar! ¿Deberíamos gritar? ¡Míralo con esa máscara negra! ¡Dios mío, Dios mío! ¡Está matando al pobre Alf!

El comportamiento del bandido era alarmante. Corrió hacia el coche y sacó al conductor de la cabina. Al ver el revólver, el conductor dejó de protestar. Inclinó el capó del coche y sacó las bujías del motor. El bandido con linterna en mano se detuvo en la puerta del coche. Esta vez no mostró dureza. Aunque su voz y sus modales seguían siendo severos, se comportó con cortesía.

—Lo siento, señoritas —dijo a las damas, levantando el sombrero—. ¿Quiénes son ustedes?

La señorita Gilda no pudo decir nada. La señorita Flossy demostró tener un carácter más firme.

—¡Qué liada! —exclamó—. ¿Por qué nos ha detenido?

—No tengo mucho tiempo —dijo el bandido—. Respóndanme.

—¡Dile, Flossy! ¡Por Dios, sé amable con él! —Gilda susurró.

—Somos actrices en el teatro Gáyete de Londres. La señorita Flossy Thornton y la señorita Gilda Mannering. Toda la semana pasada hemos estado trabajando en el teatro de Eastbourne. El domingo decidimos descansar. ¿Está satisfecho con mi respuesta?

—Pásenme sus carteras y sus joyas.

Ambas damas gritaron, pero eso no les ayudó. Entregaron sus carteras, anillos, pulseras, broches y cadenas. Los diamantes brillaban a la luz de la linterna. El bandido miró las joyas.

—¿Quieren conservar algo? —preguntó.

—¡Usted no es ningún Claude Duval! —lloró la señorita Flossy—. O lo toma todo o no toma nada. No vamos a aceptar una parte de nuestros propios bienes.

—¡Excepto el collar de Billy! —se apresuró a declarar Gilda. Extendió la mano para coger las perlas. La valiente Flossy y la tímida Gilda se pusieron a llorar. Sus lágrimas tuvieron un efecto totalmente inesperado. El bandido devolvió el collar a las damas.

—Tómenlo. Para usted vale algo; para mí nada.

Las mujeres sonreían.

—Puede quedarse con nuestras carteras. La publicidad vale mucho más. Pero, ¡qué manera tan extraña de ganarse la vida! ¡Y en estos tiempos! ¿No tiene miedo? Es como una escena de alguna comedia.

—Tal vez una tragedia —dijo el bandido.

—Oh, esperamos que no; ¡estamos seguras de que no! —ambas actrices exclamaron al mismo tiempo.

Pero el bandido no tuvo tiempo de continuar la conversación. A lo lejos, en la carretera, aparecieron dos pequeños puntos brillantes. Dio la vuelta al coche, se levantó el sombrero en señal de despedida y se alejó a toda prisa hacia la siguiente víctima.

Pero esta vez el bandido podía robar más. Un lujoso “Daimler” subía la colina. Tenía un motor de gran potencia. El coche seguía su curso, pero tuvo que detenerse. Un coche camuflado que venía en dirección contraria se puso delante de su radiador. Un pasajero molesto se asomó por la ventanilla del “Daimler”. El bandido vio su rostro gordo, su frente alta y sus ojos pequeños. Parecía un cerdo.

—¡Fuera de mi camino! ¡Quítate de mi camino! —gritó el pasajero del “Daimler” y pidió a su chófer—: Harry, atropéllalo. ¡O ve y échalo del coche! ¡Está borracho, te digo, está borracho!

Antes, el pirata de tierra mostraba buenos modales. Ahora sus modales se han vuelto toscos. El chófer, un hombre grande y fuerte, agarró al bandido por el cuello. El bandido le golpeó en la cabeza con su revólver. El chófer cayó al suelo. El bandido tiró la puerta del coche, agarró al gordo por la oreja. Lo arrastró hasta la carretera. Luego le dio dos bofetadas en la cara. La noche era silenciosa. Las bofetadas sonaron como disparos de revólver. 

El gordo estaba pálido como un cadáver. Se desplomó en el suelo junto al coche. El bandido le quitó la enorme cadena de oro, un alfiler con un gran diamante y cuatro anillos. Finalmente sacó una cartera. Estaba muy gorda.

Lo metió todo en los bolsillos de su abrigo. Luego alumbró con su linterna al chófer, y comprobó que estaba vivo. Volvió hacia el gordo y empezó a desnudarle. El gordo tembló y dio un grito de terror.

No se sabe qué iba a hacer el bandido. Fue interrumpido. Vio a lo lejos las luces de un coche. Se acercaba desde el norte. Sin duda, policías.

El bandido no tenía tiempo. Dejó al gordo tirado en el suelo. Se subió al coche y condujo a toda velocidad. Cuando estaba muy lejos de la policía, decidió detenerse.

Encontró un lugar solitario y contó el botín de la noche. La flaca cartera del señor Ronald Barker. Las carteras más gruesas de las actrices. Finalmente, las magníficas joyas y la apretada cartera del gordo del “Daimler”. Suficiente para una noche. El pirata de tierra metió el botín en los bolsillos, encendió un cigarrillo y siguió su camino. Tenía la apariencia de un hombre con la conciencia tranquila.

Parte 2

Al día siguiente, sir Henry Hailworthy, amo de Walcott Field Place, desayunó y se dirigió a su estudio. Tenía que escribir algunas cartas antes de salir para el juzgado. Sir Henry era el juez del condado. Tenía el título de baronet. Era noble. Había trabajado en el juzgado durante diez años. Tenía fama de criador de buenos caballos. 

Era alto, delgado, de rostro afeitado. Tenía gruesas cejas negras. Su barbilla cuadrada era evidencia de un carácter firme. Tenía unos cincuenta años, pero parecía mucho más joven. Su cabello era negro, pero tenía un pequeño mechón blanco sobre su oreja derecha. Aquella mañana estaba distraído. Estaba fumando su pipa y pensando en algo.

De repente se despertó. Oyó un ruido metálico de la calle. En el camino apareció un coche antiguo. El conductor era un joven de bigotes. Sir Henry se levantó al ver al hombre, pero luego volvió a sentarse. Un momento después, un criado anunció la llegada del señor Ronald Barker. Sir Henry se levantó para recibirlo. Barker era uno de los amigos íntimos de sir Henry. Aunque Barker era más pobre, tenían muchos intereses en común. Ambos eran buenos tiradores y jugadores de billar. Sir Henry saludó a Barker:

—¡Es madrugador usted! —dijo en broma y le extendió la mano—. ¿Qué le ha pasado? Si va a Lewis, le acompaño.

Sin embargo, Barker parecía extrañamente frío. Se quedó de pie, ignoró la mano extendida. Miró de forma molesta al juez.

—Bueno, ¿qué le ha pasado? —preguntó el juez de nuevo.

El joven permaneció callado. Quería decir algo, pero no se atrevió. Sir Henry empezó a perder la paciencia.

—Se ve raro usted. ¿Le ha molestado algo?

—Sí —contestó Ronald Barker.

—¿Qué es?

—¡Usted!

Sir Henry sonrió.

—Siéntese, amigo mío. Si está molesto conmigo, le escucho.

Barker se sentó y preguntó:

—¿Por qué me robó anoche?

El juez no expresó ni sorpresa ni indignación. Estaba muy tranquilo.

—¿Dice que le robé anoche?

—Anoche me paró un hombre alto y grande en un coche. Me puso un revólver en la cara y me quitó la cartera y el reloj. Sir Henry, fue usted.

El juez sonrió.

—¿No hay otros hombres altos y grandes aquí? ¿Soy el único que tiene un coche?

—Puedo distinguir entre un “Rolls-Royce” y cualquier otro coche. ¡Me he pasado media vida en ese coche y media vida debajo de él! Usted es el único que tiene un Rolls-Royce.

—Mi querido Barker, un bandido tan moderno debería operar fuera de su propia región. ¿Y cuántos “Rolls-Royce” se pueden ver en el sur de Inglaterra?

—¡No me convence, sir Henry, no me convence! Incluso reconocí su voz. ¡Basta! ¿Por qué lo ha hecho? Eso es lo que no puedo entender. Robarme a mí, uno de sus mejores amigos. Y todo por un reloj barato y unas monedas. ¡Es increíble!

—Increíble —repitió el juez, sonriendo.

—Y luego están esas pobres actrices. Le he seguido. ¡Es asqueroso! Es diferente con ese gordo de Londres. Es justo robar a un tipo así. Pero a su propio amigo y a esas jóvenes… No puedo creerlo.

—Entonces, ¿por qué lo cree?

—Porque sí.

—No tiene ninguna prueba.

—Estoy listo para testificar bajo juramento contra usted. Vi ese mechón de pelo blanco cuando se acercó a mí después de dañar mi coche. Eso fue lo que le delató.

Sir Henry mostró ligera preocupación.

—Tiene muy buena imaginación —contestó.

El invitado estaba molesto

—Mire, Haylworthy —dijo y mostró un pequeño triángulo de tela negra—. ¿Lo ve? Estaba tirado en la carretera junto al coche de las actrices. Debe haberla arrancado mientras salía del coche. Muéstreme su abrigo negro. Quiero llegar al fondo de esto.

La respuesta del baronet fue inesperada. Se levantó, cerró la puerta, y se guardó la llave en el bolsillo.

—Ahora, Barker, vamos a hablar con franqueza —dijo—. Nuestra conversación no debe acabar en tragedia. 

Abrió uno de los cajones de su escritorio. Su invitado frunció el ceño.

—Las amenazas no le servirán de nada, Hailworthy. Cumpliré con mi deber; no puede intimidarme.

—No tengo intención de intimidarle. Cuando dije tragedia, no me refería a usted. No podemos revelar esta historia al público. No tengo parientes, pero hay que tener en cuenta el honor de la familia.

—Es demasiado tarde para pensar en ello.

—No es así. Tengo mucho que contarle. En primer lugar, tiene razón: fui yo quien le detuvo en la carretera anoche.

—Pero por qué?..

—Espere un momento. Se lo diré yo mismo. Mire esto —dijo sir Henry, abrió el cajón y sacó dos pequeños paquetes—. Iba a enviarlos por correo desde Londres esta tarde. Uno de ellos está dirigido a usted. Puedo dárselo ahora. Contiene su reloj y su cartera. Como ve, no sufrió ninguna pérdida ayer. Salvo el cable roto. El otro paquete está dirigido a las jóvenes actrices. Quiero reembolsar el daño a cada una de las víctimas.

—¿Y qué más? — preguntó Barker.

—Le voy a contar de sir George Wilde. Es el presidente del banco “Ludgate”. No soy un hombre rico. Creo que todo el condado lo sabe. Perdí demasiado cuando mi caballo perdió la competencia. Sin embargo, luego heredé mil libras. El maldito banco pagaba un 7% por los depósitos. Conocía a Wilde. Le pregunté si podía confiar mi dinero al banco. Respondió que sí. Invertí todos mis ahorros. Dos días después Wilde se declaró en quiebra. Él sabía desde hacía tres meses que iba a colapsar. Lo sabía, y aun así se llevó mi dinero. Bueno, lo perdí todo, y ninguna ley pudo ayudarme. ¡Me robó! Y se rio en mi cara. Entonces juré vengarme de él. Empecé a investigar sus hábitos. Me enteré de que los domingos por la noche solía volver de Eastbourne. Siempre llevaba una gran suma de dinero en su cartera. Bueno, ahora es mi cartera. ¿Cree que lo que he hecho es moralmente incorrecto? Él ha hecho cosas peores con tantas viudas y huérfanos.

—¿Pero qué tiene que ver conmigo? ¿Qué tiene esto que ver con las actrices?

—¿Cree que podría robar a mi enemigo y no ser atrapado? Es una tontería. Tuve que fingir ser un bandido que por casualidad se encontró con Wilde. Tuve mala suerte: la primera persona que encontré fue usted. Luego las actrices. Por fin apareció Wilde. Iba a robarlo, y lo hice. Bueno, Barker, ¿qué dice ahora? Ayer tuve una pistola en su sien. Hoy usted tiene una en la mía.

El joven se sonrió.

—No vuelva a hacerlo —dijo—. Es demasiado arriesgado.

—Es un buen amigo, Barker. “Una hora llena de actos gloriosos vale más que un siglo de inactividad”. Lo dijo un poeta. Sin embargo no, no lo vuelvo a hacer. 

Sonó el teléfono. El baronet lo cogió. Escuchó y al mismo tiempo sonrió a su invitado:

—Debo ir a trabajar. Hay algunos casos de hurto. Me esperan el juzgado del condado.